lunes, 26 de noviembre de 2012

Enaguas


El resplandor de presencias invisibles la había asustado hasta dejarla pálida, casi como uno de ellos.
Su corta edad la eximia de seriedades a la hora del relato, sin embargo, o pese a ello, parecía inasible ese desgarrado rosario de sustos y no hubo más -ni menos- que abrazos y un té de limón para que la noche se haga día más pronto.
No fue la única vez que recibió las lágrimas antiguas como rocío en sus hombros. Tímidos, pálidos, débiles. Tampoco entendía eso demasiado bien. ¿Quién quiere consolarse entre brazos tan escuálidos? Si la prima Berta tenía tantas ganas de conversar, tan rosadas las mejillas, si estrujaba a la tortuga como si fuera un almohadón de plumas.
O incluso Emilio. Él también parecía más fuerte que ella. Incluso siendo menor, incluso siendo más pálido, así y todo, tenía hombros amplios, brazos fuertes y una nariz ancha que podía hacer pensar en un futuro promisorio.
Y, sin embargo, era ella quien llevaba arrastrando a aquellos despeinados, desarropados, con esos trajes de tiempos inmemoriales, tan demodé. Si al menos pudiera decirles que se arreglen un poco, que zurzan esas enaguas, que limpien esos sombreros.

Alguna vez volvió a angustiarse, pero sin susto. Con la angustia que deviene sueño profundo. Tomó el té de limón prescripto por la madre para cualquier síntoma emocional. Pobrecita, es tan débil. Chiquita sensible, no vivirá mucho. No se burlen de la prima, reclamaba la tía Inmensa. Se llamaba Inmensa y como corresponde a la nominación paradójica, era pequeña, encorvada, con menos dientes de los necesarios y un cabello grueso y corto.

Pero fue Inmensa quien le prestó atención a los cuentos de aparecidos. Y a partir de ese momento, Inmensa dedicó todo su tiempo a cuidarla, a prepararle los tés de limón, a acunarla entre sus brazos rechonchos.
Fue Inmensa la única que se dio cuenta de que ella se estaba yendo con ellos. Y cada día lamentaba no verlos. No por ellos, no, por su sobrina, que se iba desmaterializando poco a poco.

Cuando llegó el otoño, ya no pudo más salir al jardín, ya nunca más al jardín; y un día, los juegos que se jugaban en la sala, comenzaron a ser jugados en el cuarto, para evitarle el penoso trayecto.
Si siempre había sido pálida, ahora era más bien translúcida. 
Si antes creían que era débil, ahora sólo sentían pena. Tanta pena, que un día murió de pena, pero de pena ajena, que la dejó a merced de sus desalineados lacayos, los que siempre habían estado ahí para llevarla con su todavía blanca enagua, y el pelo peinado bien tirante hacia atrás.

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